[OPINIÓN] La idolatría del indigenismo

Por Walter Vega

El amor hacia nuestra raza o etnia es parte de la naturaleza humana. Coincidentemente, cuando estamos en una época donde la globalización arrasa imponiendo un estilo de vida universal, revienta (paradojalmente) un profundo anhelo por distinguirse y divorciarse del “mainstream” social y cultural. Se reinventan nuevas identidades, avatares, y maneras particulares de existen- cia. Ante eso el residente común y silvestre se subleva y busca frenéticamente pertenecer a algo más hogareño, algo que huela a “pan tostado”, y donde pueda sentirse en casa. Una comunidad, un colecti- vo, una tribu.

Todas estas comunidades buscan encontrar su propia identidad y particularidad que las hace exclusivas con el fin de legitimarse, y sobre todo justificarse.

El problema nace cuando el amor por el propio origen étnico o cultural pasa a transformarse en un tipo de idolatría. La idolatría es la “absolutización de la criatura”: cuando lo finito lo hacemos infinito, o cuando elevamos a categoría divina cualqui- er cosa o persona. En la practica podemos identificar un ídolo cuando en su ausencia, nuestra vida pierde todo sentido, propósito e identidad. Un ídolo es intocable, es intransable, porque es “sagrado”. Un ídolo ocupa el lugar de Dios. En otras palabras, es un sustituto de Dios, un falso salvador, un suplantador que nos ofrece redención y justificación.

Los ídolos gobiernan y dirigen nuestras vidas. La Biblia los representó como señores o amantes que exigen nuestra total adhesión e incondicionalidad. Su poder es tan grande que con el tiempo nos identificamos y transformamos en ellos mismos. Y buscare- mos cualquier argumento para mantenerlos “vivos” porque ellos viven en el centro de nuestro corazón y de nuestros pensamien- tos. Esto se traduce, en que ningún interloc- utor podrá opinar respecto de las prácticas y modos de convivencia de otros grupos culturales. Es decir: debo abstenerme y evitar toda reflexión valórica respecto de otras cosmovisiones. ¿Por qué? Porque mis categorías culturales me inhabilitarían para opinar.

Este relativismo, lejos de facilitar el dialogo y el consenso, impide todo proceso pacifica- dor y la armonía entre los pueblos. A la vez puede transformarse en caldo de cultivo de grupos opresores y pequeños tiranos que, en nombre de una supuesta “identidad cultural”, anulen y desconozcan caprichosa- mente las libertades y derechos de otros, lo cual puede llegar a legitimar la opresión y violencia hacia los mismos miembros de la comunidad.

¿Le suena conocido eso?

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